4 de enero de 2008

Anacreónticas

LOS ALEBRIJES
Jorge Valdés Díaz-Vélez
Ediciones Hiperión. Madrid, 2007. 93 págs.

La poesía hispánica ha sido desde finales del siglo XIX un diálogo en igualdad de condiciones entre América y España, en concreto a partir de Rubén Darío, verdadero revulsivo de la lírica transoceánica. Este diálogo se vio ratificado durante la vigésima centuria a través de Huidobro, Vallejo, Borges, Neruda y Paz, por lo que respecta al litoral americano; o bien, de Machado, Juan Ramón y las generaciones del 27, de la posguerra y de los cincuenta, por lo que toca a la orilla atlántica. Hoy la poesía de Latinoamérica mantiene una estrecha vinculación consigo misma, pero el trasvasamiento con España mantiene su dinámica en unas cuantas escrituras que siguen compartiendo con la península una identidad formal y discursiva.

Uno de los poetas latinoamericanos cuya obra ha dado señas del canal de ida y vuelta que implican las lecturas formativas es Jorge Valdés Díaz-Vélez (Torreón, México, 1955), merecedor en 2007 del Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández con Los Alebrijes. Si bien uno de los aspectos que el autor guarda en común con la poesía española consiste en su apego a los patrones métricos tradicionales —eneasílabo, endecasílabo, alejandrino—, también hay que advertir que el programa de Los Alebrijes comporta múltiples enlaces con determinados elementos tópicos de la cultura mexicana, en particular la de raíz popular, comenzando por el título del volumen, nombre de un objeto artístico de perfil zoomorfo y colores estridentes. El poeta recurre a dicho engendro del imaginario en tanto que símil, ahondando en la fruición de la experiencia urbana tal un itinerario sembrado de enervantes contingencias.
Los Alebrijes entraña, pues, una suerte de hibridez retórica y actitudinal que encarna a su vez un modelo de la aludida transculturalidad lírica. El tono y la apariencia gráfica de varios poemas remontan, por ejemplo, a los isométricos de Claudio Rodríguez, Francisco Brines, Luis Alberto de Cuenca, entre otros que han practicado esta modalidad compositiva; no obstante, hay en casi todo el material una gama de registros nominales, alusiones geográficas y rasgos idiosincráticos propios de la mexicanidad y su cifrada fenomenología del relajo, para decirlo en palabras del antropólogo Jorge Portilla. Pero la virtud del libro no estriba sino en la superación de estas facciones para sintonizar los signos del mundo contemporáneo —incluidos la pintura, el cine y la música— a expensas de la ubicuidad del sujeto lírico y su frenética tendencia al viaje.

Cinco apartados pautan el contenido de Los Alebrijes, cada uno de los cuales depara al menos una referencia directa o indirecta a la carta de licores. En el primero, Cuando Anochece, lo comprueban los textos “Agave”, “Absenta”, “Jack Daniels”, “Denominación de origen”, “Tócala, Sam”, “Hora feliz”; en la segunda sección, Banda Sonora, lo demuestran “La bartender”, “Tequila doble”, “Die Kobalte Engel”, “Cava catalán”; en el tercer apartado, Solo Contigo, están “Amarre nocturno”, “La mesa”, “Coctel zafarí”, “Barra libre”, “Havana Club”; en el cuarto, Caída Libre, “La sed”, “Four Roses” y “Petite Syrah”; y, finalmente, en la quinta sección, Última Sombra, refuerza este sesgo “Con vino blanco”. Pero más allá de la vida nocturna y sus bálsamos etílicos, Jorge Valdés trasciende la banalidad de los estimulantes para ofrecer mediante las metáforas de la embriaguez una representación de la comunión con los placeres de la existencia secular. Por lo mismo, esta comunión también se halla vinculada al desplazamiento territorial en diferentes coordenadas del planeta, además de los sitios que consigue aportar la fabulación literaria.

Confluencia de lugares y recuerdos, vivencias y suposiciones, Los Alebrijes opera a partir del relato, la visión repentina, el dèjá vu. Tanto la realidad actual como la ficción verosímil nutren su carácter narrativo y anecdótico, que destaca por la frescura de motivos y la proximidad con algunos símbolos del imaginario artístico e histórico. Cabe entonces asumir en el poemario un caleidoscopio a través del cual se visualiza el concierto de microcosmos que animan la cotidianidad visible o invisible, usual o noticiosa, mientras apuramos a la manera de Anacreonte el licor del día y avizoramos al fondo de la copa la renovación de los mitos vivientes que acoge nuestra fugaz percepción de los instantes que permiten la celebración y la elegía.
(Reseña publicada en el número 290 de la revista Quimera correspondiente a enero de 2008.)