11 de enero de 2009

José Gorostiza: las formas del agua

La obra poética de José Gorostiza se despliega en dos tiempos y una transición. Dichas fases responden a una cronología y poseen nombre y apellido: Canciones para cantar en las barcas (1925), Muerte sin fin (1939), Del poema frustrado (1964). Cuidado: el tercer título reúne textos previos a 1940 y habría que verlo casi como el ensayo preparatorio que anuncia Muerte sin fin. Es posible rastrear temas y estilemas de este magno poema en la sugestiva composición “Preludio” y los sonetos de “Presencia y fuga” recogidos en Del poema frustrado. Lo mismo podría inferirse de otras piezas de tan heterogéneo volumen, como “Espejo no” y “Lección de ojos”, más cercanos en factura a Canciones para cantar en las barcas.

Lo que pretendo señalar es la calidad simbiótica de una escritura cuyas etapas integran un sistema de vasos comunicantes. Me refiero a la sutileza con que la expresión poética popular alterna y convive con los rasgos de la culta. Si en Canciones para cantar en las barcas destacan la versificación de arte menor y la estrofa castiza, Del poema frustrado ostenta con lucidez el manejo de los metros de sílabas impares propios del arte mayor. Muerte sin fin es la culminación del ejercicio de tales recursos, pero con la variante que implica reutilizar los modelos folclóricos en los interludios a los que acuden la seguidilla, derivada de las jarchas mozárabes, y el romance. Igualmente, Canciones para cantar en las barcas acoge indistintamente serventesios, liras, sextinas y madrigales, estancias y modalidades poéticas legitimadas por la tradición ilustrada.

José Gorostiza se dejó contaminar tanto por los ritmos de extracción vernácula como por los de estirpe clasicista. El aire de sofisticación o alambicamiento que rodea su figura no radica en la elección de un criterio en menoscabo de otro, sino en la fluctuación de ambas prosodias. Su procuración de lo esencial se funda en un apego al mundo primigenio y una irreprimible tendencia a la interiorización. Lo primero se traduce en la humildad de sus motivos —bienes mostrencos— y en el rasgo genésico de sus escenarios —el paisaje, la flora, el cuerpo humano; lo segundo en el afán de introspección que acaba cebándose en el callejón sin salida del ensimismamiento. Se ha visto en Gorostiza a un poeta de difícil acceso y suele hacerse una tajante división entre Canciones para cantar en las barcas y Muerte sin fin, pero se soslaya la viabilidad de una lectura global a partir de la sencillez conceptual de los componentes de la metáfora o la denotación que involucran todos sus poemas.


La empatía con la imaginación de José Gorostiza sucede por su arraigo en los ciclos, las entidades y los reinos de la naturaleza, contando los estados de la materia, y por el sondeo de la condición orgánica y espiritual del sujeto. El presunto hermetismo alquímico que determina su poesía se desprende de la codificación figurativa de tales dominios. Como los auténticos exponentes del Barroco literario, Gorostiza no aspira al rebuscamiento. La aparente complejidad de su discurso se justifica por el intento de trasplantar al texto las contingencias del argumento, considerando que todo poema comporta de entrada un simulacro de problematización, máxime si está en juego, ocurre en Gorostiza, un trayecto de alta resolución filosófica y, por ende, propenso a la abstracción. Al margen del asunto de que se encarga Muerte sin fin —del que cunden sesudas interpretaciones, algunas en verdad esclarecedoras—, hora es ya de valorar el papel compensatorio, y en cierto modo paródico, que tuvo la idea de lo simple, originario, transparente y llano en los proyectos del poeta canciller.

Esta polaridad de las fuentes y los atributos de la poesía de Gorostiza remite a los usos del Siglo de Oro, cuando, por ejemplo, se podía oscilar de la copla a la octava real sin tomar partido entre lo plebeyo y lo refinado. Pienso en Góngora y su aptitud para moverse con idéntica fortuna del romance a la silva; asimismo, en la modestia de sus asignaturas, empezando con el pastoral de las Soledades. Lo que en el poeta cordobés son riberas, colinas y afluentes, en Gorostiza playas, olas perezosas, crepúsculos marítimos; lo que en uno cabreros, en el otro pescadores. Si hacia el desenlace de la “Soledad primera” tiene lugar el episodio coral de unas bodas rústicas, la estructura dramática de Muerte sin fin propone también en corchetes el “baile” de una mascarada no exenta de ironía. El aldeanismo del poema gongorino, ese trato desnudo con los elementos y la realidad natural, halla un equivalente en la aguda receptividad que apura el luminoso dibujo de la lírica gorosticiana, donde el sentido de la vista deviene un instrumento básico de la acción cognitiva y una fábrica de construcción de exactas y evocativas imágenes anímicas.

José Gorostiza no merece críticas gaseosas ni audaces rizos especulativos. Es conveniente volver al texto y ponderar su poesía como una totalidad que ofrece indicios tanto en las coordenadas menos atendidas como en las más visitadas. Si bien estamos ante un poeta de lo primordial, hay que decir que esa proclividad se manifiesta de múltiples maneras, comenzando por su interés práctico en la lírica española primitiva y prosiguiendo con la función central que cumple el orden ambiental en la acepción más íntima y magnificada y, desde luego, con las pesquisas de la percepción sensorial mediante las que panoramas, colores, formas y texturas articulan un concurso de lo matérico trascendente. He ahí la principal paradoja. Es probable que Muerte sin fin sea un poema para no entenderse a cabalidad, sobre todo observando que su desarrollo es también una tentativa de diálogo con la poesía y con el proceso creativo que entraña la épica de sumas y restas del acto de inteligir, big bang de las potencias verbales. Frente a la implosión del desconcierto, queda sólo quizá la vía de la intuición que presiente sobriamente el “no saber sabiendo” de San Juan de la Cruz.

¿Cómo escribir de cara a Gorostiza? Si los aciertos de su retórica son fruto de su humor inventivo y el rigor formal, y suponen a la vez una síntesis de la estética del modernismo decadente, el purismo ultraísta y el culteranismo puesto en boga por la generación del 27, habría que asumir en la versatilidad de su programa abierto a los ámbitos hoy opuestos de lo popular y lo culto el paradigma de hibridación que se requiere para disolver la frontera que los separa y entrever, más allá de la solemnidad y el facilismo, la zona franca en que cualquier palabra, giro, modismo y presentación es necesaria para garantizar la vitalidad del género lírico, su hidratación, tal como el agua va tomando el contorno del envase que la contiene. Esto implica, en resumen, ser contemporáneo de nuestros contemporáneos.

(Texto publicado en un dossier sobre la generación mexicana de Contemporáneos que la revista Letras Libres ha recogido en el número correspondiente al mes de enero de 2009.)

9 de enero de 2009

Una sibila mexicana

POESÍA REUNIDA
Enriqueta Ochoa
Prólogo de Esther Hernández Palacios
México, Fondo de Cultura Económica, 2008, 439 p.

Cronológicamente asociada con la generación del Medio Siglo, Enriqueta Ochoa (Torreón, 1928 - Ciudad de México, 2008) es una de las voces más auténticas y sin embargo, también, una de las menos vistosas de esa promoción ya de por sí jalonada por el dominio de la narrativa —Castellanos, Dávila, Fuentes, Arredondo, Glantz, Elizondo, García Ponce, Leñero, Pitol, Poniatowska— y por el peso nominal de los cinco barones de la poesía de ese ciclo: Bonifaz Nuño, Sabines, Segovia, Lizalde y Montes de Oca. Natural de provincia, mujer y dueña de una poesía concebida fuera de las corrientes, los usos o las estéticas imperantes y prestigiadas de antemano por la tradición, la academia o el oráculo de los grupos, la obra de Enriqueta Ochoa, que tampoco es profusa, creció discretamente a la vera de la consabida ruta crítica de las letras mexicanas de la segunda mitad del siglo XX.

La reciente aparición de la summa poética de esta gran dama de la poesía nacional entraña un esperado acto de justicia con la autora, con sus coetáneos y, desde luego, con el lector. Ser incorporada al catálogo del FCE con una publicación espléndida de llamativos colores psicodélicos supone, hasta cierto punto, la cota de un reconocimiento postergado en la medida que dicho sello constituye probablemente la principal editorial del estado mexicano y, como se lo sabe, una de las casas de mayor renombre en el mundo iberoamericano. Es motivo de celebración, pues, que la poesía de Enriqueta Ochoa haya resuelto parcialmente la cuestión de su difusión impresa para reencontrarse con sus fieles adeptos o disponerse a nuevos ojos. Antes muchos de nosotros apenas la habíamos leído en el masivo tiraje de Retorno de Electra en la serie Lecturas Mexicanas auspiciada por la SEP. El resto de su creación era prácticamente inencontrable.

La lectura continuada de Poesía reunida de Enriqueta Ochoa revela las causas de su marginalidad. En pleno auge de las ideologías de posguerra, la sofisticación pensamental y la experimentalidad artística, nuestra poeta empezó a zurcir con un silencio de oruga una poesía de sugestivas y poderosas resonancias místicas y órficas basada en una visión panteísta y neoplatónica del universo. Sus fuentes se remontaban a otro tiempo o, mejor dicho, a otro destiempo, considerando la constante fuga de su palabra poética hacia una suerte de intemporalidad en la que solamente prima la energía de las presencias o la perennidad de lo tangible, cuyos prodigios son indicio de ese sistema de mantenencia que podemos denominar Dios. Identificado con la fe cristiana, el lirismo de Enriqueta Ochoa bordea entonces las esferas del animismo y el telurismo. Cualquier futuro estudio de su trabajo deberá quizás apelar más a la filosofía primitiva que a la literatura contemporánea, rastreando ahí la verdadera consistencia de su decir poético.





Los temas de la poesía de Enriqueta Ochoa escapan, como digo, a los presupuestos de la época que le tocó vivir a la autora. Su apego a las epifanías y símbolos de lo seminal, genésico u originario puso a orbitar sus intereses en torno a los principios de fecundación y maternidad y, en consencuencia, alrededor de las pasiones esenciales, el memorial de infancia, la vulnerabilidad afectiva, la indigencia de la condición humana, los acertijos de la sencillez, la trascendencia de lo inerme. La percepción del paisaje natural se convierte en un recurrente elemento de contraste.

De esta manera, por conducto de una imaginería sensorial afinada con ingeniosa y eficaz precisión metafórica, el medio ambiente exhibe su ángulo mistérico en virtud del cual la vegetación, los mares, el desierto o las montañas devienen correlato de los enigmas de una realidad ulterior que laten en lo que nos rodea, como las “deidades descuidadas” de aquella oda de Ricardo Reis.
Pero es acaso la luz el coeficiente que determina el itinerario poético de Enriqueta Ochoa, un fuego prometeico y presocrático, pentecostés y doméstico: llama de amor viva. Porque a juzgar por sus poemas, el temperamento de Enriqueta Ochoa está más cerca del humanista ecuménico que del asceta. En su poesía —templada a la vez por la cordialidad y la sobriedad, la comunión secular y el aislamiento, la intelección y la emotividad, la contención y la catarsis— conviven armónicamente lo apolíneo y lo dionisíaco y, desde la perspectiva cultural, por ejemplo, la mitología grecolatina y el Viejo Testamento. La misma actitud de apertura se observa en el plano formal. El enunciado de Enriqueta Ochoa transita sin conflictos del verso a la prosa, del poema en prosa al relato poético, del microrrelato a la viñeta; y, en lo que toca a la organización textual, de la fragmentariedad a la unidad, del poema largo al madrigal.

La noticia de la muerte de Enriqueta Ochoa me ha sorprendido redactando estas líneas. Ahora las escribo y deseo que se lean como un modesto homenaje a su persona y a los dones de su poesía que, ya sin impedimento, están al alcance de la mano de todos.

(Reseña publicada en el suplemento de libros Hoja por hoja correspondiente al mes de enero de 2009.)

5 de enero de 2009

Del verbo numinoso

LIBRO DE LA SUAVIDAD
Mariana Colomer
Huerga & Fierro editores. Madrid, 2008. 96 págs.


Tengo la sensación de que la poesía mística está siempre en desuso o suele resultar un tanto tópica. Es, lo sé, una impresión contradictoria. Por una parte está la innegable posición marginal que ocupa en el crisol de los temas efervescentes de la actualidad, sugeridos por la vasta cantidad de estimulantes de la vida secular; por otro lado lo redundante e ingenuo que pudiera ser llamar místico a un género literario, el poético, que por que sus condiciones intrínsecas sugiere ya de entrada determinadas cualidades o elementos atribuibles al misticismo lírico, tal como el misterio, la alegoría, la palabra y el silencio pertenecen no solamente al universo de la poesía, sino también al de la literatura y el arte en general, aunque con distinto código.

El reciente poemario de Mariana Colomer (Barcelona, 1962) incita a poner ciertos puntos sobre las íes. Si bien estamos ante una poeta que asume deliberadamente su voz mística, es preciso señalar dos cosas: primera, que tal categoría es hoy por hoy más compleja, polivalente y multidireccional de lo que pretende abarcar su mote; y segunda, que hay en el firmamento místico rasgos o propiedades que igualmente se encuentran en una poesía que no se adjudica necesariamente esa disposición, la del temperamento místico, pero que no por ello renuncia a su posibilidad. Me refiero a una tendencia idealista y neoplatónica que ha venido haciendo tradición en Occidente, sobre todo a partir de la lírica provenzal y estilnovista, y que fluctúa entre la sublimación de las pasiones y el trascendentalismo de los afectos.


Dicho lo anterior, hay en Libro de la suavidad más de lo que se podría esperar de un contenido de resolución mística; o, al menos, algo diferente en la gama de variaciones del tipo de poesía que es capaz de ofrecer. La energía discursiva que concentra la interlocución con la presencia divina se disgrega en otros temas paralelos o tangenciales insinuados por la ambigüedad de los supuestos que plantea la poesía mística, a caballo entre lo espiritual y lo amoroso, lo ascético y lo mundano. No obstante, el argumento tácito de esta colección de Colomer es el de la concesión de la palabra poética, suministrada por esa fuerza ulterior no manifiesta y apenas intuida que los místicos han convertido en la enigmática entidad de su diálogo inaudible con un íntimo más allá.

Si Libro de la suavidad supone ya la poetización de los vínculos del alma humana con un Dios piadoso, el añadido estriba, como he advertido, en la diversificación de la actitud mística, en apariencia exclusivista, en una pluralidad de intenciones y tratamientos que transitan de la sensualidad a la vigilia, pasando por la noción de entrega, la mortificación en la penuria del prójimo y la examinación crítica del yo que no hacen sino acumular motivos suficientes para amasar una poética que destaca por abolir los opuestos por medio de sus respectivos correlatos: la noche y el alba, la compañía y el aislamiento, la materialidad y el vacío, el centro y la periferia, la salida al mundo y el recogimiento introspectivo. A través de una escala de amables matizaciones, Mariana Colomer intenta conciliar los contrarios recurriendo a la expresión paradójica, antitética y contrastiva de la imaginación mística.

He aquí unos cuantos versos de Libro de la suavidad: “Dejo que seas Tú quien me otorgue el poema”, “El corazón hablaba tu lenguaje”, “Y en tu abrazo dormí. / Al despertar fui sabia”, “En lo alto escucho / cómo te expandes”, “porque es tu palabra / y harás que no se pierda”. Todos ellos revelan y confirman la regla de subordinación del poeta a los designios supremos. El autor es un médium por el que fluye la alta tensión de los arcanos teosóficos. Sin embargo, en plena era de la autodeterminación individual, cabe preguntarse si es todavía admisible seguir pronunciándose de forma tan explícita desde el eminente nicho de la absorción deífica o la postergación del libre albedrío.

(Reseña publicada en el número 300 de la revista española Quimera correspondiente al mes de enero de 2009.)